ANIVERSARIO REVOLUCIÓN RUSA – ESPECIAL
Carteles de Kozlovski, Lébeded y Klucis
http://www.elmundo.es/cultura/2017/03/05/58b94443ca4741b9398b45f2.html
La historia del arte de la Revolución Rusa es la historia del fracaso de una utopía. La caída del régimen zarista propició el florecimiento y la popularización de las vanguardias que ya habían germinado con una potencia arrolladora en aquella esquina de Europa. Los dos mayores revolucionarios de la pintura y la música del siglo XX, Kandinski y Stravinski, fueron dos rusos que nunca perdieron de vista los referentes estéticos de su tierra, aunque su carrera alcanzase el punto de inflexión lejos de ella, en Francia y Alemania.
Igual que ellos, otros muchos artistas ya habían dejado atrás los lenguajes tradicionales cuando estalló la revuelta. Y, por ese motivo, se sumaron con júbilo al proyecto que prometía un hombre y un mundo nuevos. Para ello hacía falta un arte nuevo que nada tenía que ver con la estética y los valores burgueses, un arte valiente e iconoclasta que rompiese con lo establecido. Así sucedió hasta que en 1932 Stalin impuso el Realismo Socialista como forma de expresión artística oficial del régimen soviético y desterró las vanguardias bajo la acusación de subjetivismo e individualismo.
Pero en los 15 años anteriores los artistas revolucionarios no sólo exploraron nuevos caminos con libertad, sino que consiguieron llegar a las masas gracias al arte agitprop. Lenin había dicho que “uno debe intentar ser siempre tan radical como la propia realidad”. Y las circunstancias de aquel primer régimen bolchevique (retirada de la Primera Guerra Mundial, Guerra Civil entre 1917 y 1922, aislamiento internacional) eran absolutamente radicales. En ese contexto, los bolcheviques pusieron en marcha su Departamento de Agitación y Propaganda, que pretendía explicar y difundir las ideas de los soviets de una forma comprensible, pero también atractiva. Es importante el matiz de la agitación, pues la propaganda comunista tenía un fin específico y no se conformaba con penetrar en la mente de los trabajadores: debía encenderlos, enrolarlos para la causa. Y qué mejor medio que los carteles, con su capacidad para combinar expresividad con eslóganes, difusión masiva y economía de medios.
“El artista construye un nuevo símbolo con su pincel. El símbolo no es una forma reconocible de nada que ya esté acabado, ya hecho, o ya existente en el mundo: es un símbolo de un mundo nuevo, que se está construyendo y que existe por medio del pueblo”. La frase es de El Lisitski (Pochinok, 1890 – Moscú 1941), el creador que mejor representa el espíritu de aquella primera hornada de artistas revolucionarios. Primero, porque cultivó diferentes formas artísticas (pintura, arquitectura, cartelismo, fotografía, ensayo, diseño) como si fuesen una: un arte total destinado a extender la ideología soviética. Segundo, porque conectó las diferentes corrientes del arte revolucionario. Así, formó parte de la escuela de arte de Vitebsk, dirigida por Marc Chagall (Vítebsk, 1887- Saint-Paul de Vence, 1985), judío como él y representante del cubismo y el expresionismo en los albores de la sovietización.
En Vitebsk también enseñaba Kazimir Malévich (Kiev, 1878 – Leningrado, 1935), el padre del suprematismo, santón del arte abstracto y su mentor, aunque no compartiese con él su interpretación religiosa de la pintura. Y fue igualmente una de las figuras claves del constructivismo, movimiento que abrazó tras su encuentro con Vladímir Tatlin (Járkov, 1885 – Moscú, 1953) y que defendía que el artista debía utilizar los materiales, científica y objetivamente, como un ingeniero: para ellos, la producción de obras de arte tenía que seguir los mismos principios racionales que cualquier otro objeto manufacturado.
Según El Lisitski, la misión del arte constructivista no era “embellecer la vida, sino organizarla”. Pero la importancia de El Lisitski estriba, sobre todo, en la trascendencia de su obra. Su cartel Golpead a los blancos con la cuña roja, una obra compuesta únicamente de geometría y tipografía, utilizaba el simbolismo que Kandinski pondría por escrito en Punto y línea sobre el plano para mostrar el poder del Ejército Rojo frente a los contrarrevolucionarios blancos.
Ese espíritu es el que impregna también su aportación más personal a la Historia del Arte, las piezas llamadas prounen, que amalgaman pintura y arquitectura bajo esta máxima: “El proun empieza como una superficie plana, se convierte en modelo del espacio tridimensional y acaba construyendo todos los objetos de la vida cotidiana”. A pesar de este ímpetu vanguardista, el régimen de Stalin reconoció los servicios prestados por El Lisitski (incluido el diseño de un monumento a Lenin que nunca se realizó), que se libró de las purgas en las que cayeron muchos amigos y compañeros. Pasó sus últimos años trabajando en la revista URSS en construcción, plegado al dictado del Realismo Socialista y sus heroicos obreros de músculos marcados y nobleza en los ojos. Pero dejó un legado monumental sin el cual la tipografía y el diseño gráfico actuales no serían lo que son.
Igualmente pluridisciplinar fue el trabajo de la pareja formada por Alexander Rodchenko (San Petersburgo, 1891 – Moscú, 1956) y Varvara Stepanova (Kaunas, 1894 – Moscú, 1958). Ella se encargó, junto con la también suprematista Liubov Popova (Moscú, 1889 – 1924) del diseño de las telas que habrían de vestir al hombre y la mujer nuevos de la Unión Soviética. Este interés porque el arte se adentrase en los objetos de uso cotidiano, desde el escenario de un teatro donde se representa una obra de agitprop hasta los utensilios de cerámica para la cocina, fue una variante especialmente destacada del constructivismo que tomó el nombre de productivismo.
Rodchenko, por su parte, comenzó en la pintura pero la fue abandonando progresivamente hasta centrarse en la fotografía y el diseño gráfico, especialmente las portadas de libros y revistas. Suya es la obra más emblemática del arte revolucionario soviético: el retrato de la también artista Lilia Brik (Moscú, 1891 – Peredelkino, 1978) con un cono de tipografías saliendo de su boca. Una imagen copiada una y mil veces, desde los anuncios publicitarios del otro lado del Telón de Acero (una de tantas apropiaciones de la estética comunista por parte del capitalismo) hasta portadas de discos de grupos de rock y pop, como Franz Ferdinand.
Un recorrido por aquel arte, por somero que sea, no estaría completo sin la otra gran figura de aquella época en Rusia, el poeta, dramaturgo, teórico y propagandista georgiano Vladímir Mayakovski (Baghdati, 1893 – Moscú, 1930), autor de La bofetada al gusto del público. Autor él mismo de varios carteles de agitprop, formó un productivo tándem con Rodchenko, quien le diseñó varias portadas para sus libros y le retrató en numerosas fotografías, hasta el punto de crear una agencia de publicidad entre ambos. Su suicidio, de un disparo en el pecho dos años antes de la abolición de las organizaciones artísticas por Stalin, representa el fin de aquel sueño revolucionario del arte.
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