Ambos crearon un nuevo estilo escultórico que embelleció Roma en el siglo XVII. Pero los dos luchaban por conseguir los mejores proyectos arquitectónicos. La clave era ganarse al Vaticano. Y uno lo hizo mejor que otro.
- Iñigo Domínguez, 8 de agosto de 2018
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- Bernini era un “buen relaciones públicas”. Borromini, sin embargo, asustaba a la gente. Acabó suicidándose.
No podían ser más distintos. Nacieron cada uno en una punta de Italia. Bernini en Nápoles, Borromini en el lago de Lugano, ahora Suiza. Por azar o destino, lo cierto es que en esta historia uno parece tocado por la fortuna, Bernini. En cambio, Borromini es una figura trágica, perseguido por la mala suerte hasta el último día, porque se suicidó de forma chapucera. Eso hace a los dos atractivos y es difícil tomar partido por uno, una tradición romana. La gente se hace de uno u otro, como de dos equipos. Bernini era extrovertido, agudo y brillante, protegido de los papas y un genio natural, que un día esculpía, otro pintaba y al tercero escribía una comedia. Era rico, mujeriego y trasnochador. Luego se casó felizmente y tuvo 11 hijos. Borromini, en cambio, tenía un talante silencioso, cerebral, era muy religioso, célibe, quizá homosexual. Siempre vestido de negro, de carácter difícil, con broncas fijas con quien le encargaba un trabajo. Si Bernini seducía a la gente, Borromini la asustaba. Al primero se le acababa perdonando todo, del segundo se terminaban hartando todos.
El cruce de sus biografías casi hace realidad el tópico inventado de la película Amadeus entre Mozart y Salieri. Los dos coincidieron en Roma en su juventud, aunque Bernini ya era célebre desde su adolescencia. Se lo llevaron al papa Pablo V con 13 años, le pidió que le dibujara una cabeza y proclamó: “¡Este niño será el Miguel Ángel de su época!”. Se puede experimentar el impacto de su talento, lo que era capaz de hacer con el mármol, en la Galleria Borghese. La mano sobre el muslo de Proserpina o Dafne convirtiéndose en un árbol de laurel dejan con la boca abierta. Pero ya no hay mandíbula suficiente cuando uno se entera de que las esculpió con 20 años.
Borromini llegó a la ciudad con 19 años desde Milán, donde había aprendido el oficio en el Duomo. Se convirtió en la mano derecha de Carlo Maderno, el arquitecto que remataba la basílica de San Pedro. En 1624 apareció por allí, porque lo impuso el papa Urbano VIII, un escultor impertinente con escuetas nociones de arquitectura, Bernini. Dentro de la mole de San Pedro, la estrella era el baldaquino que debía levantarse sobre el lugar donde, según la tradición, descansaban los restos del santo. El Vaticano organizó un concurso, aunque se sospechaba que ya estaba decidido. En efecto, se han encontrado documentos de 10 días antes del fin del plazo en los que Bernini ya encargaba los materiales. En realidad, como arquitecto solo había hecho pinitos, y apenas cuatro meses antes había recibido su primer encargo de una pequeña iglesia, Santa Bibiana. Para Maderno y Borromini, que era su número dos, era humillante.
Pero era solo el principio. Cuando murió su maestro, en 1629, Borromini esperaba heredar su puesto de arquitecto de la fabbrica de San Pedro. Toda Roma menos él sabía que el puesto sería para Bernini. El experto Jake Morrissey apunta que la cualidad esencial de Borromini, excelsa como artista pero fatal para las relaciones públicas, era la de tener su propio mundo, una absoluta abstracción de la realidad. Fue un trauma, pero aceptó trabajar para Bernini de asistente. Colaboraron cinco años más y entre los dos acometieron los dos grandes proyectos del momento, San Pedro y el palacio Barberini, de la familia del Papa. Ambos contaban solo 30 años, algo inédito en la historia de Roma.
El imponente y frondoso baldaquino de 28 metros de altura de San Pedro consagró la inauguración del Barroco. Bernini se llevó todo el mérito, pese a la importante participación de Borromini, que dominaba más la técnica y los números para que aquel derroche de curvas no se cayera. En el palacio de los Barberini pasó lo mismo. Los dos lo diseñaron, y parece que está mucho más presente la mano de Borromini, pero al final fue Bernini quien se llevó la firma. Pero allí ya se ve la personalidad de cada uno, una competición en dos escaleras. De Borromini es la célebre y hermosa escalera que se eleva en el ala sur como una voluta de humo. Y de Bernini la del ala norte, más robusta y señorial. El talento de Borromini pugnaba por salir a la luz.
Trabajaban juntos, pero Bernini era el titular y cobraba 10 veces más. En la nómina del Vaticano de enero de 1633, Borromini recibió 25 escudos. Bernini, 250. Era el jefe. La gota que colmó el vaso llegó con un trapicheo que ideó Borromini: crear una empresa de abastecimiento de mármol para San Pedro que contratarían ellos mismos para repartirse los beneficios. El negocio no iba mal, hasta que Borromini descubrió que Bernini había pactado en secreto una comisión especial para él. Ahí se le acabó la paciencia y le mandó a la porra. Dejó San Pedro, el palacio Barberini y se lo montó por su cuenta.
Sin contactos, fuera del Vaticano, Borromini empezó su carrera en solitario gracias a unos frailes españoles, los trinitarios descalzos. Querían hacer una iglesia pequeñita en el cruce de Quattro Fontane. Suficiente para el artista, que condensó allí su genio en una joya de orfebrería, San Carlo. Para los romanos, San Carlino. Bernini trabajaba para el Papa en el coloso de San Pedro, pero la obra de Borromini, una rareza por su creatividad, su audacia y sus formas juguetonas llamó la atención en Roma y empezó a recibir encargos. Como la cúpula irreal y cremosa de Sant’Ivo alla Sapienza —que, debe decirse, obtuvo gracias a Bernini, quizá arrepentido de sus desmanes—, o el oratorio de los Filipinos.
Mientras tanto, Bernini se metió en un lío con dos campanarios de la fachada de San Pedro. Se saltó los planos de Maderno e ideó unas torres mucho más pesadas. Borromini, que conocía el diseño original, avisó de que aquello no podía salir bien e hizo una campaña crítica contra Bernini. Para él, que buscaba el efecto dramático y la grandiosidad, la fuerza de la gravedad era un detalle menor. Aparecían grietas en la fachada, se temía que un día se derrumbara todo y el culebrón de los campanarios era la comidilla de Roma. En 1644 murió Urbano VIII, le sucedió Inocencio X, bastante más austero, que optó por derribarlos. Bernini cayó en desgracia. Mucho más porque hizo una obra de teatro en el Carnaval de 1646 en la que se burlaba del Papa. El nuevo Pontífice prefirió a Borromini, que, por una vez en su vida, tuvo el viento a favor. Su familia, los Pamphili, le encargó su palacio en la Piazza Navona.
Debemos agradecer el revés a Bernini, porque entonces volvió a la escultura. Entre las obras maestras de esos años, el célebre Éxtasis de Santa Teresa, que este artista terrenal convirtió en un goce mucho más familiar. Al verlo, un político francés de la época dijo: “Si esto es el amor divino, yo lo sé todo sobre él”. Pero Bernini no tardó mucho en reconciliarse con el poder. Fue gracias a la construcción de la fuente de la Piazza Navona. A él ni le llamaron, pero de forma misteriosa se llevó el encargo. Hay varias historias sobre ello. La más aceptada, que un príncipe amigo suyo le pidió un diseño para la fuente y se lo coló al Papa, sin decirle de quién era. El Pontífice quedó admirado, supo que solo podía ser de Bernini y le perdonó. Borromini se subió por las paredes, porque encima la idea de hacer una gran fuente dedicada a los cuatro grandes ríos del mundo era suya. Bernini la acabó en 1651. En Roma se comentó que el obelisco acabaría cayéndose, pero ahí sigue.
Para entonces la enemistad de los dos artistas ya creaba leyendas. Dos de las esculturas de la fuente de la Piazza Navona parecen horrorizadas de lo que ven, precisamente donde se levanta la iglesia de Sant’Agnese de Borromini. Conclusión: Bernini lo hizo para burlarse. La verdad es que las obras del templo comenzaron después, en 1653, pero esa anécdota ya se ha quedado así. Sí parece cierta, en cambio, otra similar en el palacio de Propaganda Fide. Se lo adjudicaron a Borromini y se dio el gustazo de demoler una capilla que había hecho Bernini. La volvió a levantar él, una de sus obras maestras. Además, la casa de su rival quedaba justo enfrente y esculpió frente a su ventana unas orejas de burro, en pleno escándalo de los campanarios de San Pedro. Como respuesta, Bernini colocó en la fachada de Borromini una escultura de un enorme falo. Tan irreverentes obras fueron retiradas por orden papal.
El cambio de Pontífice, en 1655, fue un desastre para Borromini. Llegó Alejandro VII, amigo de Bernini, y su momento terminó. Le echaron de todas las obras que tenía y Bernini entró en su periodo más glorioso, con 60 años. Firmó la cátedra de Pedro, la columnata de San Pedro y la Scala Regia del Vaticano. Que, dicho sea de paso, copiaba el efecto óptico que Borromini había utilizado en su famosa perspectiva del palacio Spada, un fantástico truco visual que crea la ilusión de que una galería de 9 metros parece que mida 35.
Borromini, al final de su vida, era errático, gruñón y autodestructivo, mientras Bernini era famoso y hasta le llamaron a París para ampliar el palacio real del Louvre. Los arrebatos de locura de Borromini eran tan conocidos que a nadie le sorprendió que se suicidase por una banal discusión con su sirviente sobre si se encendía o se apagaba la luz. Se arrojó sobre una espada y tardó un día en morir. Aunque otras teorías apuntan que simuló un suicidio para salvar a su criado, que le habría apuñalado en una pelea. Bernini vivió 13 años más, pero seguramente la vida sin Borromini ya no fue lo mismo.