¿Tiene valor todo el arte contemporáneo?
- Un siglo después, la pregunta de Duchamp crea debate. He aquí argumentos para los dos bandos
- https://www.abc.es/cultura/cultural/abci-tiene-valor-todo-arte-contemporaneo-201901290213_noticia.html
- Fecha: 29/01/2019
A favor
Esta historia bien podría titularse de la siguiente forma: «Una montaña de sal, un cactus y un coleccionista privado que se lleva todo el “pack” a su casa por un precio que, en absoluto, es módico: no apto para el común de los mortales». Largo, desde luego que sí, pero no piensen que les he resumido el argumento de una novela con tintes de negra o puede que de comedia de enredo a la española. Es real como la vida misma.
Ha pasado y me siento obligada a contárselo porque me concitan por enésima vez a que defienda aquello de que el mercado del arte se traga y deglute todo cuanto sube a su escenario porque hay gente, seres humanos, coleccionistas, de variado pelaje, que están dispuestos a pujar en esta feria de las vanidades. Ya sea por un trozo de papel arrugado o un vaso medio lleno o medio vacío (según se mire) de agua. Y líbreme Dios de tirar la primera piedra, porque es verdad con mayúsculas que ese mercado del arte lo mantienen vivo y coleando unos cuantos individuos que viajan en avión privado y otros tantos que circulan en patinete por las avenidas de las metrópolis de medio mundo.
Y son muchos. No solo de museos vive este sector. No solo te santifica el cubo blanco de las instituciones con solera, sino también el salón de una casa de bien cuyos dueños y señores han querido consagrarlo al arte. Al cabo, coleccionistas que guardan en sus residencias privadas como oro en paño ese folio arrugado porque lo firma un tal Martin Creed o ese paisaje que «dibuja» la artista francesa Françoise Vanneraud en la galería Ponce+Robles, de Madrid, con una montaña de sal, un cactus y un vinilo pegado a la pared en el que se esboza el horizonte del desierto.
Un obra magnífica ésta, por cierto, que, aunque algunos incrédulos piensen que estamos hartos de todo esto, algunos otros -más que crédulos, creyentes- están dispuestos a pagar por ella y convertirla en la reina de la casa, que, al cabo, es su museo más preciado. Por LAURA REVUELTA.
En contra
En los ochenta, The Smiths cantaban This joke isn’t funny anymore. Algo así sucede con lo que podríamos llamar «arte moderno» (léase ready-made, performances, povera y quincalla variada saludada como creación artística en los museos snobs del género). Si un literato publicase en 1917 un libro de 300 páginas con una sola palabra repetida (por ejemplo, «muerte»), su gesto podría interpretarse como un valioso aldabonzazo artístico ante la desolación de la IGM. Pero si cien años después, cantamañanas varios siguiesen publicando libros con una sola palabra, serían desdeñados como impostores que regurgitan sin gracia algo ya hecho.
Es lo que está sucediendo con mucho del llamado «arte contemporáneo». En 1917, Duchamp rubricó un urinario blanco con el nombre de R. Mutt. Con su provocación dadaísta quería decir que en un contexto adecuado todo puede ser arte. Estuvo bien, y pasó a la historia. Pero 102 años después, pícaros de toda calaña repiten el chiste, viejo y gastado, y los museos lo compran con nuestros impuestos (no: los grandes coleccionistas privados no están interesados en adquirir escaleras rotas, contenedores de basura o morralla varia a lo Marina Abramovic, tan certeramente desnudada -incluso literalmente- por Sorrentino en La Gran Belleza). Las generaciones venideras se sonreirán ante nuestro papanatismo cuando repasen cómo venerábamos una gran nada. ¿Qué valor tiene lo que cualquiera puede hacer? Cualquier objeto pasa a ser arte colocado en una estancia vacía de un museo («cubo blanco», dicen en el pedantesco gremio). No faltará un comisario que intentará intelectualizar esa vacuidad con un texto alambicado, circular e ininteligible, tan huero como la supuesta creación. Mientras escribo se me ocurren varias: Neoopulismo, 30 portátiles en el cubo blanco, cada uno con un vídeo de Trump en primer plano; Rebelión, madeja roja de lana de la que sale un hilo hacia la puerta, donde un luminoso reza No way out; Plastic, restos de basura de una playa… Todas estas boberías -y peores- podrían llegar a templos como la Tate, catedrales del esnobismo de una sociedad demasiado ociosa (y sin ideas). Por LUIS VENTOSO.