Una exposición en el Museo de Bellas Artes de Sevilla recorre la génesis del barroco andaluz a través de las obras del escultor jienense
Eva Saiz, EL PAIS 30.XI.2019
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‘San Cristóbal con el niño’, una de las esculturas de la exposición del Museo de Bellas Artes de Sevilla dedicada al escultor Juan Martínez Montañés. PACO PUENTES
Sus contemporáneos lo llamaban el Dios de la madera, lo que da una idea del respeto y admiración que Juan Martínez Montañés (Alcalá la Real, Jaén, 1568-Sevilla, 1649) suscitó en la Sevilla que vivía a caballo de los siglos XVI y XVII. Ese interés no se ha apagado con los años. De una manera casi imperceptible, el espíritu del escultor, figura culmen del barroco español, impregna el imaginario sevillano y andaluz gracias a sus obras, de las que se ha recopilado una pequeña muestra para ensalzar su trabajo en la exposición Montañés, maestro de maestros, que este viernes se ha inaugurado en el Museo de Bellas Artes de la capital andaluza y que podrá disfrutarse hasta el 15 de marzo de 2020.
La exhibición es una oportunidad no solo para recorrer la trayectoria del maestro jienense, sino para redescubrir sus imágenes a través de otra perspectiva. “Muchos nunca han visto sus esculturas de cerca porque al formar parte de retablos están a ocho o cinco metros de altura. Ahora podemos apreciar de manera clara la depuración de su técnica”, explica Ignacio Cano, conservador del Museo de Bellas Artes. Para no perder detalle de la elegancia, naturalidad y realismo de sus tallas, muchas han pasado previamente por el taller de restauración del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, como el Cristo de la Clemencia o la Cieguecita, el arquetipo de Inmaculada barroca.
La exposición se divide en tres partes que buscan destacar las distintas facetas del escultor: los grandes encargos plasmados en las figuras que sobresalen los retablos, como los de San Isidoro del Campo o el de San Leandro; la imaginería devocional, donde se plasma su destreza en obras descomunales, como el San Pedro y el San Pablo de la Iglesia de San Miguel, de Jerez de la Frontera (Cádiz); y sus aportaciones a la iconografía barroca, para la que definió los cánones estéticos de la representación de la infancia, con el tierno Niño Jesús del Sagrario, una obra de 1606, cuyos rasgos ingenuos se convirtieron en referente de este tipo de esculturas en España y América; las Inmaculadas y los crucificados, entre los que domina el Cristo de la Clemencia, un prodigio de armonía gubiado en 1603 y que, colocado al lado del Cristo de los Desamparados, tallado 14 años después, evidencia la evolución desde el manierismo de sus inicios hacia el barroco.
Ruptura de los cánones
La selección de 44 esculturas del autor, interrelacionadas con otras tallas y cuadros de otros artistas, revelan también la modernidad de Martínez Montañés. No había en la Sevilla de la época un escultor que se le semejara técnicamente. Recaló en una ciudad que era una encrucijada de caminos y posibilidades entre el Viejo y el Nuevo Mundo en un momento en el que el Concilio de Trento, para diferenciarse de la austeridad protestante, demandaba buscar la complicidad del público. El escultor rompió con la sumisión a los códigos estéticos y los cánones artísticos que promulgaba el pintor Francisco Pacheco, uno de los maestros que solía policromar sus esculturas, y se empapó de las influencias internacionales que confluyeron en torno a los trabajos de decoración de la catedral de Sevilla. Montañés incorporó el naturalismo, apostando por la elegancia, las actitudes serenas o los rostros expresivos para hacer de su escultura un catalizador del barroco y de la escuela andaluza.
Esa influencia clásica se percibe claramente en la imponente imagen de san Cristóbal con el Niño, una formidable talla de más de 150 kilos que fue encargada por el gremio de guanteros y que recuerda en la enérgica disposición corporal al Hércules Farnesio. Otro referente que sí aparece explicitado en la exposición es el San Jerónimo penitente de Pietro Torrigiano que, colocado entre los dos Jerónimos de Montañés, uno de 1604 procedente de Llerena (Badajoz) y otro del monasterio de Santiponce (Sevilla), de 1612 y policromado por Pacheco, constata la admiración del jienense por el escultor italiano, que trajo a la capital andaluza lo mejor de la vanguardia artística de su país.
La exposición también es un ejemplo de la colaboración entre artistas y gremios en la Sevilla barroca, hasta el punto de que en ocasiones hay figuras que dejan dudas sobre su atribución. Es el caso de dos Inmaculadas, prácticamente idénticas, salvo en el tamaño que, aunque atribuidas ambas a Montañés, en la muestra se insinúa que alguna de ellas podría haber salido de la mano de Alonso Cano. Y es que, para hacer frente a los grandes encargos de la época, los artistas buscaban alianzas, como en el retablo de San Isidoro del Campo, donde a las órdenes de Montañés trabajaron Juan de Mesa, Juan de Oviedo, Francisco de Ocampo y Alonso Cano. “Él daba las pautas, dibujaba los bocetos y dirigía el taller, pero la verdadera autoría solo se aprecia en matices”, explica Cano.
Si la muestra permite redescubrir a Montañés y apreciar su depurada técnica sin tener que mirar al cielo de los altares, también puede como reflexión sobre el espacio en el que normalmente se alojan sus obras, varias de las cuales estaban en cajas hasta que fueron rescatadas para la exposición. Es el caso de las tallas de San Juan Bautista, San Juan Evangelista y San Francisco de Asís que permanecían almacenadas y fuera de la vista del público en el Convento de Santa Clara, perteneciente al Arzobispado de Sevilla; o el mismo Cristo de la Clemencia, policromado por Pacheco, cuyas lágrimas han asomado gracias a su reciente restauración, pero que en su ubicación original, en la catedral, pasa prácticamente inadvertido. La exhibición ha rescatado de la penumbra de los conventos y ha bajado de los retablos las tallas revolucionarias de Montañés para que el gran público pueda contemplarlas a simple vista y renovar su mirada sobre el genio del barroco.