Estudios como ‘Los últimos tercios’, de Davide Maffi, destacan la capacidad de aguante del Imperio hispano durante el mandato del último de los Austrias

 
Retrato del rey Carlos II, por Wilhelm Humer.
Retrato del rey Carlos II, por Wilhelm Humer.

Sin embargo, durante los últimos años, una nueva historiografía ha puesto en cuestión esta visión catastrofista. El británico Christopher Storrs, por ejemplo, ofreció una mirada novedosa en La resistencia de la monarquía hispánica (Actas, 2013). Lejos de mostrar el colapso de una superpotencia, afirmaba que el Imperio se las había arreglado para funcionar con razonable eficacia. No había que explicar, pues, su hundimiento, sino las razones de lo que ahora denominaríamos “resiliencia”, es decir, la capacidad para superar unas circunstancias traumáticas.

El italiano Davide Maffi, especialista en historia militar de los Austrias, se sitúa con Los últimos tercios (Desperta Ferro, 2020) en esta línea de revalorización. Su estudio cuestiona a fondo que el Ejército fuera el eslabón débil de la España de Carlos II, una fuerza anticuada bajo la autoridad de mandos tan arrogantes como ineptos. La realidad, según Maffi, fue que las tropas españolas mantuvieron un apreciable poder combativo. Entre otras razones, porque supieron incorporar las tácticas más novedosas, al contrario de lo que se acostumbra a suponer.

Desde un punto de vista numérico, sus contingentes podían ser menores que los del reinado de Felipe IV, pero más o menos similares a los luchaban para Felipe II. Aún constituían, por tanto, una fuerza apreciable en el contexto europeo. Es cierto que Francia disponía de mucha más capacidad para movilizar soldados, pero este país, por sus posibilidades financieras y humanas, constituía una excepción.

Mientras tanto, pese a los lamentos sobre la falta de “cabezas”, algunos comandantes demostraron un talento apreciable. Ese fue el caso, sin ir más lejos, del tercer marqués de Leganés, gobernador de Milán. Por todo ello, países como Holanda, el enemigo de otros tiempos, no podían permitirse el lujo de prescindir del apoyo hispano en su lucha contra el enemigo común, Luis XIV de Francia.

Inglaterra, en la guerra de los Nueve Años (1688-1697), también buscó la colaboración de Madrid por el mismo motivo: si los tercios mantenían ocupado al Rey Sol en Cataluña y Madrid, este no podría concentrar sus recursos en Flandes, el frente principal para el gobierno londinense.

Luchar y no rendirse

El Hechizado no estaba a la cabeza de un país anémico, sin pulso, sino al frente de una monarquía capaz de esfuerzos inauditos para proteger sus inmensos dominios. Se hizo lo posible y lo imposible para enviar soldados a Flandes, a Milán, a cualquiera de los frentes en conflicto. Todo ello pese a la profunda crisis demográfica que sufría Castilla, en medio también de continuos problemas económicos.

España no detentaba ya la hegemonía continental, pero aún podía hacer escuchar su voz en Europa

La monarquía, pese a sus continuos problemas, aún conservaba una impresionante capacidad logística. Pudo enviar a los Países Bajos tropas por mar, una vía peligrosa, pero la única posible, puesto que el antiguo camino español, desde Italia, ya no podía utilizarse.

Nadie pretende que Carlos II fuera un Alejandro Magno, ni que todo funcionara como un reloj. De lo que se trata es de plantear una visión matizada de la época, más cercana a la documentación y más alejada de los prejuicios. España no detentaba ya la hegemonía continental, pero aún podía hacer escuchar su voz en Europa gracias al poder militar que conservaba y la habilidad de sus incansables diplomáticos.

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