Mónica Arrizabalaga – 18/12/2020
ABC habló telefónicamente con el médico que le atendió en París en sus últimos días
A las cuatro de la tarde del domingo 16 de marzo de 1930, transcurridas apenas unas horas del fallecimiento de Miguel Primo de Rivera en París, ABC pudo contactar telefónicamente con la primera persona que acudió al hotel Pont Royal de París donde se alojaba el dictador en el exilio. El doctor Bandelac de Pariente, de la Embajada de España en la capital francesa, había sido llamado con urgencia por Miguel, uno de los hijos del general. Así ocurrieron los hechos, según su testimonio:
Al cabo de unas semanas de su dimisión y del inicio de su exilio en París, el «cirujano de hierro», que había gobernado dictatorialmente en España desde 1923 hasta el 28 de enero de 1930, sufrió «un fuerte ataque gripal» que le postró en cama durante diez días. Una vez estuvo al parecer repuesto, el general, una de las figuras más discutidas de la Historia española, retomó su vida normal, solo alterada por el régimen alimenticio que le habían impuesto los médicos por su diabetes.
El marqués de Estella estuvo en el teatro en la noche del jueves acompañado de sus hijos y del doctor Bandelac, viendo «Cyrano de Bergerac». El viernes almorzó en la Embajada de España, invitado por el señor Quiñones de León, junto con sus dos hijas, Carmen y Pilar y su hijo Miguel, que desde hacía tiempo permanecían junto a su padre. Primo de Rivera «salía, pues a la calle; se hallaba fuerte y animoso, y nada hacía presentir su cercano fin», según ABC. El doctor Bandelac «afirmó rotundamente que no existió estado alguno de depresión en el enfermo durante sus últimos días».
Según su relato, el general se levantó el domingo 16 de marzo a las nueve y media, se vistió y tomó asiento en un sillón del cuarto que ocupaba en el hotel. Se caló las gafas y se dispuso a leer la Prensa y a despachar la correspondencia. Sus dos hijas se despidieron de él para ir a misa y el marqués de Estella se quedó solo en su cuarto.
«Nada se oyó, nada anormal advirtióse», continuaba la crónica. Las hijas del general, terminada la misa, regresaron al hotel a las diez y media y al abrir la puerta de la habitación de su padre le encontraron sentado en el mismo sillón donde la habían dejado, apoyada la cabeza en el respaldo y aparentemente dormido. Una mano descansaba en uno de los brazos del sillón, y de ella había caído al suelo el papel que el general estaba leyendo. Tenía las gafas apoyadas en la frente, donde debió dejarlas al sentir una repentina indisposición. Las dos hermanas se acercaron a su padre y aunque en un primer momento creyeron que estaba dormido, se alarmaron al ver la palidez de su rostro. Le llamaron en voz alta, sin obtener respuesta.
Instantes después acudió a la habitación Miguel, que enseguida se dirigió a la Embajada en busca del doctor Bandelac, quien acudió precipitadamente al hotel. A las once menos cuarto, el médico confirmaba a los hijos que el general Primo de Rivera había muerto.
Según Bandelac, debió de morir a las diez de la mañana, poco después de que se ausentaran sus hijas. «No había en su rostro la menor huella de sufrimiento. La muerte, producida por una embolia de carácter diabético, debió ser instantánea», indicó ABC. Precisamente para tratarse su diabetes en un sanatorio de Francfort, el general tenía previsto viajar dos días después con el doctor Bandelac.
En contra de lo expuesto por el médico, el exdiputado Felipe Lazcano, que habló unos momentos con Primo de Rivera en la tarde del sábado, dijo haberle encontado muy desmejorado y decaído. El propio general «le confirmó su mal estado, diciéndole que se encontraba bastante mal, pues había noches que no podía permanecer acostado en el lecho, y tenía que pasarlas sentado en una butaca, sin lograr conciliar el sueño». También Calvo Sotelo lo encontró aquel mismo día bastante desmejorado.
Sofía Blasco, hija del escritor y periodista Eusebio Blasco, relató que a su llegada a París quiso visitar al marqués de Estella. «Al ver, después de una ausencia de un mes, al que fue jefe de la Dictadura, quedé sorprendida del cambio tan radical que en él se había operado. La demacración de su rostro, su mirada triste y vaga, su voz tenue y la gran tristeza que en él se advertía» le causaron una profunda impresión a la mujer, que al salir le dijo a una amiga: «¡El general lleva el sello de la muerte en su cara!».
La víspera de su muerte le había encontrado algo mejor. Sentado ante una mesa llena de papeles releía el manifiesto que se publicó en España y la carta que envió a los que fueron sus ministros.
«El tema de sus conversaciones en estos últimos días era siempre España. Quedábase con la mirada fija. Parecía trasladarse allá, a la tierra apenas abandonada, por la que sentía una gran añoranza», relató a ABC. Sus restos llegaron a la estación del Norte de Madrid tres días más tarde. Una vez oficiada una misa en la capilla ardiente a la que asistió el Rey y todo el gobierno, fue enterrado en el cementerio de San Isidro.
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