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CUANDO preguntan cuál de todas las maravillas creadas por el ser humano prefiero, siempre respondo sin dudar: Granada. Y eso que he tenido oportunidad de viajar un poco y de conocer de primera mano (a veces de la propia mano de sus descubridores) lugares maravillosos. Cuando estoy fuera de España me asombro de que haya personas cultas y con recursos que todavía no la conozcan. Pero a veces me encuentro con españoles que me contestan: “¿Granada? Ya he estado”. Como si una visita fuera suficiente para entender Granada. Yo, desde que la visité por primera vez hace muchos años, no me he ido nunca del todo, y viajo a la ciudad de Granada, a la Alhambra, al Generalife, al Albaicín varias veces al año.
Curiosamente, mi relación con Granada empezó antes de nacer, porque allí vivió mi madre mi embarazo (¿puedo considerarme entonces granadino?). Después vinieron los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving, que leí en la Ciudad Universitaria de Madrid, soleada y solitaria, mientras me matriculaba un verano para empezar la carrera. Para exaltar aún más mi imaginación, el libro era viejo y estaba ilustrado con bellos grabados decimonónicos.
Así que conocí una Granada soñada y fabulosa antes de verla con los ojos de la cara. Es una vía de aproximación que recomiendo. La receta es esta: hay que tener 17 años, en el tránsito de la adolescencia a la vida adulta, un espíritu romántico (inevitable a esa edad), y leer tranquilamente los Cuentos de la Alhambra en un jardín veraniego sin que nadie te estorbe. Revivirán entonces, como por encantamiento, los personajes que habitaron los recintos palaciegos en tiempos de los moros, y también los moradores cristianos de sus desvencijados salones cuando siglos más tarde la Alhambra empezó a ser visitada por los viajeros de todo el mundo, que buscaban en el occidente europeo un mítico reino oriental. Y resonarán en la cabeza palabras enigmáticas que parecen un conjuro capaz de abrir las puertas del tiempo: Bibarrambla, Lindaraja, Abencerraje, arrayán.
Si usted ya no tiene 17 años, y la vida le ha hecho práctico, realista y desengañado, pruebe entonces a recitar el sortilegio (recuerde: Bibarrambla-Lindaraja-Abencerraje-arrayán) y viaje cuanto antes a Granada. Su problema podría tener cura. Una vez allí, olvídese del tiempo y trate de descubrir por sí mismo los rincones olvidados. Suba por la Carrera del Darro, para tener una buena visión de la Alhambra y del Generalife, visite el Bañuelo, y ascienda, cómo no, al mirador de San Nicolás (tan bello como concurrido, por lo que es mejor que vaya al amanecer: estará solo… o con su pareja). Pero busque también otros espacios menos famosos. ¿Qué tal, por ejemplo, el patio de la iglesia de El Salvador, con sus arquerías, que resultan ser las de la antigua mezquita aljama del Albaicín? Allí no hay nunca turistas.
Los palacios de la Alhambra y el del Generalife son punto y aparte. Literalmente, no hay nada así en el mundo. Recórralos sin prisa y disfrútelos, es una experiencia totalmente absorbente. El palacio de Carlos V, tan renacentista y tan italiano, alberga el Museo de la Alhambra, donde se puede ver lo que falta en los palacios, que están vacíos: los elementos del ajuar, como el famoso Jarrón de las Gacelas o la jamuga o silla de doble tijera lujosamente taraceada. Si ya ha estado en la impresionante Sala de Embajadores de la Torre de Comares, se puede imaginar fácilmente al sultán sentado en su jamuga, imponente, a contraluz.
Pero los monumentos y barrios granadinos son algo más que piedra: son también vegetación y agua. Disfrute todo lo que pueda de la armonía entre estas tres arquitecturas, que componen un único paisaje (y un paisaje único).
El Albaicín y la Alhambra son dos amantes (uno popular, el otro cortesano) que se observan día y noche, separados por el Darro. Por ese motivo el viajero no puede tenerlos juntos a la vista, lo que le obliga a ir al Albaicín para contemplar embelesado la Alhambra, o a asomarse a las ventanas de la Alhambra para mirarle a los ojos al Albaicín. Y suspirar. En Granada se suspira mucho. En lugar del síndrome de Stendhal, más propio de Florencia y que se expresa en palpitaciones y desmayos, el síndrome de Granada es el del suspiro. Como el que emitió Boabdil el Chico cuando la vio por última vez camino del destierro.